YO AMO LIMA

 

Por Katherine AYARZA CHÁVEZ (*)

 

 

Estoy tirada en el piso. Esto no puede estar pasando, no a mí, no es el momento, todavía no. Estaba en verde, era mi turno, ¡cómo te atreves!, eres una bestia, te detesto. Y es que acabo de caer estrepitosamente sobre esta mugrienta pista por donde millones de carros pasan cada minuto. Y todo empeora, nadie se me acerca, nadie me ayuda, estoy sola y no puedo moverme. Los cláxones empiezan a sonar. Seguro esos choferes y cobradores dicen: saquen ese cuerpo que no me deja recoger más pasajeros. Pero yo quería subirme a tu bus, señor, ese era mi objetivo. Ya estaba cerca, pero no se pudo pues, así es la vida. Tal vez fue el destino, ¿o acaso fue Dios? De cualquier modo como por arte de magia ya me estoy parando, y justo llega esa señora cuya amabilidad al ayudarme seguramente surgió de haberme visto volar más de un metro. Pudo ser ella, pero no, me tocó a mí, yo fui la “afortunada” esta vez. Fue uno de los peores momentos de mi corta vida, pude haber muerto a los diecisiete. Sin embargo, ni ese momento, algo que todos me advertían que me podría pasar al mudarme, logró cambiarme la idea de que Lima es lo “máximo”.

 

Yo no nací en Ayacucho, pero he vivido tantos años ahí que he olvidado que soy de Chimbote, al igual que mi madre, lo que hacía que me emocionaran los viajes que realizábamos cada febrero para visitar a la familia allá en el norte. La ruta era llegar, primero, a Lima, luego de unas tortuosas nueve horas de viaje llenas de mareos y llantos por culpa de las curvas y el poco oxígeno de la sierra, para luego llegar a mi ciudad  natal. Esos viajes eran hermosos. Pero Lima era más hermosa entonces. Altos y modernos edificios, buses gigantes donde al subirte te dan boleto, el Coney Park, el cine con lentes 3D, ¡la playa!, los engreimientos de mi tía soltera, la comida del abuelo, la comida “rápida” y “su cajita feliz”, los centros comerciales y las compras descontroladas que cometíamos mi madre y yo durante infinitas horas. ¿Cómo no me iba a emocionar viajar a la costa?, inclusive contaba los días para que llegaran las vacaciones y poder alejarme de los “globazos” que me caían de los techos por los carnavales, y si eso no te mojaba lo suficiente, eran las torrenciales lluvias las que se encargaban de hacerlo. Sin mencionar lo hostigada que estaba de ver solo las secuelas de “Jarjacha” versus “Pischtaco” en el “no cine” que encuentras ahí, ya que los generosos evangelistas compraron el último de la ciudad y solo nos conformábamos con ir al teatro municipal al que si le pones un telón blanco encima de las cortinas, ¡ya es cine!

 

Hasta hoy no puedo explicarlo, es solo que sabía que al terminar la secundaria me iría a Lima a seguir estudiando. Mi hermano lo hizo, mis amigos también, es lo normal. La opción de quedarme con mi familia y estudiar en la nacional de Ayacucho o, como todos le dicen, la UNSCH (sus iniciales), ni siquiera pasaba por mi cabeza. Y cuando ya había llegado el 2013 y con ello finalmente mi último año escolar, ya casi todos en mi salón sabían qué ser para el resto de sus vidas. Sí, repito, ¡a los dieciséis! Yo todavía andaba un poco indecisa, pero sabía que estudiar derecho, aunque me había pasado años peleándome con directoras “casi monjas” y profesores evangelistas por defender a mis amiguitos, no era lo mío. Pero sí que estaba claro que ningún número matemático se interpondría en mi nueva vida universitaria, por lo que no serviría ni para abogada y menos para ingeniera; las dos únicas carreras que todos me dicen que vale la pena estudiar ahí, o las que todos estudian. Y así fueron pasando los meses y Teresa decidió ser abogada como su padre. Andrea, periodista, dándole la contra al suyo. Urbina se va a mecatrónica, porque dice que le gusta construir cosas, y Aldair a administración, pues eso de ser “narco” le resultó muy difícil, por el momento. Todos a Lima, por supuesto, qué nos íbamos a quedar en Ayacucho a terminar nuestras carreras en la UNSCH, donde no solo te demoras en ingresar, pues es la única universidad en los 2.981 km² de todo el departamento, sino también en egresar, gracias a las constantes huelgas y la toma de locales por los tan “honestos y capacitados” rectores que poco les importa sus estudiantes.

 

Debo admitir que quizás esa sea la causa de que solo cuatro de los casi cuarenta que éramos en mi salón solo dos estudien en la UNSCH, pese a que la mayoría de nuestros abuelos e inclusive padres hayan estudiado totalmente felices ahí. Pero quedarse en Ayacucho luego de haber terminado el colegio también significaba una cosa: no tienes dinero para irte de ahí. Lo he visto, lo he escuchado, pero no lo he vivido. Yo estaba encerrada en mi burbujita de cristal, en la cual solo quería vivir rodeada del máximo consumismo limeño que me inculcaba, por infinidad de horas, esa “caja boba”. Comercial tras comercial me hacían desear irme ya de ahí, pensando que una ciudad sin un centro comercial no merecía ser denominada así. Pero, para Diego era distinto, él no quería irse por lo que yo sí; él simplemente deseaba, por fin, poder vivir con su mamá después de haberla esperado durante más de quince años. Para Teresa, era lograr estudiar en una de las mejores universidades del Perú, al igual que otros diez más. Todos desde pequeños sabíamos que nuestros papás podían pagar Lima, y el momento había llegado.

 

Esta idea es como un chip que parece que todos los provincianos adolescentes tenemos, lo acabo de descubrir. Le he preguntado a Ricardo lo que pensé que no era muy común. Él es de Trujillo, ciudad muchísimo más desarrollada que Ayacucho, excepto por los sicarios y los marcas, claro. La pregunta fue: ¿acaso desde que eras un niño ya sabías que al terminar el colegio, simplemente, te irías a Lima porque sí? A lo que él, rápidamente, me dijo: sí. Con Ethel fue lo mismo. Ella es de Huánuco. Ale, de Huancayo, y me dio la misma respuesta. La única diferencia con ellos es que más de la mitad de su promoción se quedó en provincia, y en mi caso, fue todo lo contrario. Todos huían de ahí, nadie se quería quedar. Nayeli le rogó a su madre por meses para que la dejara estudiar en Lima, donde no tenía ni un solo familiar. Pero ¿qué tiene de distinto Ayacucho para que todos nos queramos ir de ahí?

 

Han pasado ya casi dos años desde que me fui de Ayacucho, de mi familia, de mis amigos y del aire puro. Extraño estar a máximo veinte minutos de distancia de cualquier lugar, de escuchar chistes en quechua, de ver el sol siquiera dos veces por semana. Extraño la lluvia y odio la garúa, odio que nunca pasen los buses grandes y tener que subir a combis destartaladas. No todos los días me compro frappuccinos o ropa, odio que mi mejor amiga viva en Magdalena, mi abuelo en el Callao y yo en Surquillo. Detesto no poder ir al campo cuando quiera y que cuando lo hago me demore más de dos horas y solo encuentre plásticos en vez de ríos. Veo a mi mamá cada dos meses, y a mis amigos, que viven acá, menos que eso. Ahora espero con ansias que lleguen las vacaciones o algún feriado largo para viajar y recién verlos.

 

Lima sigue siendo la mejor opción para muchas cosas y seguirá siéndolo, seguramente, pero Lima no lo es todo, aunque ese todo se encuentre ahí (educación, salud, comercio, etc.). Hay personas como Mariano que no volverían a pisar Ayacucho, para quienes mudarse fue la mejor decisión, a quienes jamás les interesará aprender quechua o ir a las fiestas patronales y saber de dónde vienen. Siento que son personas que se avergüenzan de lo que somos, por eso se van y no sienten nostalgia alguna. En Lima ven a nuestras costumbres y tradiciones como si fuéramos de otro país y casi siempre las ven mal. Hay otros veintitrés departamentos en todo el Perú, cada uno de ellos con cosas realmente hermosas e impresionantes, pero a pocos les interesa.

 

(*) Estudiante del VI ciclo académico (2016) de la Facultad de Comunicación en la Universidad de Lima.

 

Contenido > Revista Communicare Año 01 / Nro. 04 (Octubre - Diciembre, 2016)